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La niña y el Meccano

Yo nací en 1962 y como es de suponer, en esos tiempos las niñas jugaban con muñecas, escobitas, recogedores, planchas de juguete... todas esas cositas que en teoría nos entrenarían para que en un futuro nos encargáramos de las labores propias de nuestro sexo (me encanta esa frase). Mi rutina cotidiana antes de entrar a la escuela era de lo más divertida. Me levantaba más bien tarde (ocho o nueve de la mañana), desayunaba y... ¡a jugar!. Como mamá estaba toda la mañana ocupada dejando la casa y comida lista antes de irse a trabajar, yo hacía de las mías. Mi papá llegaba a medio día, comíamos juntos todos y luego mamá se iba al trabajo y papá se quedaba cuidándome. Como crecí en una casa llena de adultos donde cada uno tenía sus cosas que hacer, yo aprendí a entretenerme solita. Tenía unos primos que vivían al lado pero jugar con ellos no eran muy divertido. Eran cuatro niños (todos varones) y siempre que jugábamos a los vaqueros, me tocaba ser la chica de la cantina, la que les ponía las copas. Si jugábamos a los médicos, yo era la enfermera y lo más que podía hacer era poner vendas a los muñecos que ellos destripaban... total, que entre los juguetes que me regalaban y el papel que me asignaban mis primos, tenía que ingeniarme para divertirme. Tampoco me quedaba el recurso de salir a la calle porque en Monterrey ya había suficiente tráfico como para que mamá alucinara con que me iban a atropellar como a mi prima... como si yo fuera tan descuidada como ella para meterme abajo del autobús... pero eso es otra historia.
El caso es que una de mis diversiones favoritas era explorar la casa. Como mis padres tenían un afán acumulativo considerable, había allí suficiente material como para mantenerme ocupada. Mi vida cambió cuando me encontré al gran amor de mi infancia: ¡un meccano!






Para quien no lo conozca, le contaré que un meccano era un juego de ingeniería para niños, compuesto por muchas piezas metálicas que se podían unir con escuadras, tornillos y tuercas para formar estructuras diversas, según la imaginación de la criatura.
Yo me volvía loca jugando con esas piezas y formando estructuras que no tenían ningún sentido mas que en mi imaginación. Usaba un destronillador de la caja de herramientas de mi padre y me quedaban las manos oliendo a fierro viejo... una delicia, vamos.


Después me divertía mucho ordenándolo todo y dejándolo en su caja... no creo haber tenido tanto cuidado con ningún otro juguete.




La tragedia vino cuando mi primo Carlos reclamó la propiedad sobre el Meccano y mis padres se lo dieron... me pasé el resto de la infancia pidiéndoles que me regalaran uno. Cada navidad iba corriendo a ver lo que me había traído Santa Claus (que yo era cliente suya) y ¡Sorpresa!, Santa no sabía leer... me regalaba muñecas año tras año... Ahora la que sabe hablar, ahora la que sabe caminar, ahora la que le crece el pelo...
Claro, yo con la experiencia que había adquirido con el meccano, me aburría con las muñecas por habilidosas que fueran, por eso las hacía pasar por el destornillador para ver cómo funcionaban... Mis padres tuvieron mucha paciencia, nunca me recriminaron que tuviera yo tanto afán de investigación. Tampoco se explicaron nunca porqué no me gustaba lo mismo que a las otras niñas. Yo creo que las otras no habían tenido la oportunidad de probar un juguete realmente divertido y que estimulara su imaginación.
Nota al margen: ¿Recuerdan la plancha del inicio del relato? Pues nada, que su diseño era tan realista y yo tan curiosa que un día fui y la enchufé a la corriente... y todavía me duele la mano cuando lo recuerdo porque me dio tal calambre que ¡salí disparada! Tuve suerte doble, porque no me electrocuté y porque mamá nunca lo supo...